lunes, 31 de mayo de 2010

El Directorio de Seguridad Nacional



Damasco no está hecha para el que sufre de pánico escénico. Desde que se pone el primer pie dentro, al forastero no le queda más que someterse a la vigilancia permanente de miradas que no comprende. Los ojos parecen entenderse, hablan entre ellos, se informan, se protegen y se acusan, tras las ventanas, desde las mesas, sobre la espalda, por debajo de los velos. Al final siempre está el Nazar Boncugu, el ojo azul de cristal que compré para protegerme, pero que ahora conspira contra mí. Porque no me queda más que asumir que aquí cualquiera de nosotros parece, en el mejor de los casos, Tarzán caminando por Times Square, y en el peor, Rushdie entrando a la Meca.

Los callejones laberínticos están forrados por una miríada de carpas sostenidas por palos, y de huecos hollinados, donde los vendedores se protegen de los cuarenta y ocho grados de Julio. Los pasillos de los bazares huelen a shisha, a perfumes de botica, a falafel y a babaganoosh. Se vende desde literatura sagrada cuyo precio lo marca una báscula, hasta rifles de juguete marcados con el escudo de Hezbollah.

A mi derecha, está un anciano de ropas largas que rellena su taza con un grandulón que vierte el té de una tetera gigante; a mi izquierda, Sex and the City versión Oriente Medio: seis mujeres cubiertas de punta a punta secretean coquetamente ante las lentejuelas de los trajes de belly-dancing. Pero a cada cuadra, a cada vuelta, en cada parada, aparece siempre el mismo hombre. Celular en mano, pantalones caqui, camisa blanca de manga corta, con los rigurosos tres primeros desabotonados, hebilla prominente, bigote espeso, lentes oscuros de fino armazón dorado: en fin, el look de las policías judiciales no cambia mucho de país a país.

Y existen algunos riesgos suicidas que no estoy dispuesto a asumir, entre ellos jugar con la ley en una ciudad rodeada por cinco campos de entrenamiento para terroristas, o en Ciudad Juárez. Creo que aún tengo un par de cosas que hacer con mi cabeza antes de que termine en un video de Al-Quaeda o de arreglo floral para La Barbie.

Entro, subo, espero, regreso; él sigue haciendo más llamadas. Pero por más que intento pensar que no son más que paranoias huntingtonianas que me fumo en la CNN, confirmo mis sospechas cuando veo que no soy el único al que espían. Nos siguen a todos. Siria es un estado militarizado y en su policía no hay nada de secreto, esta ahí afuera, infundiendo el miedo y manteniendo a todos a raya, en nombre de la unidad nacional, de Alá y del dictador. La policía aquí se la pasa rompiéndole las pelotas a los civiles más que de costumbre. A diario revisan que todas las casas de la ciudad tengan algún retrato del General al-Asad, propiamente enmarcado y en la pared más vistosa. Hojean meticulosamente cada Corán en busca de anotaciones subversivas, como novias celosas espiando el correo de sus novios en busca de algún nombre femenino desconocidamente sospechoso. Y sí, también van detrás de pobres diablos como yo, que bien podrían haber cruzado la frontera con un six de chelas y unas revistas porno.

–Es rutina – me dijo el hombre de la recepción mientras se frotaba los ojos, justo después de cruzarme con un policía que salía por la vieja puerta de madera del albergue.

–¿Y qué es lo que buscan? – pregunté con un tono que para mi fortuna, sonó más a curiosidad que a pánico.

–Es que últimamente hay mucho periodista por aquí – me contestó sin mirarme mientras con sus yemas redondeaba finamente la lagaña que se acababa de sacar, como si con cada vuelta intentara atar algún cabo que pudiera explicar mi presencia.

–Son esos americanos que difaman al presidente y al Profeta – completó, ignorando que por mi apariencia, bien podría haber salido de una de esas películas yanquis que tanto les gusta prohibir.

Sentí que lo que él quería era que yo dejara de preguntar. Pero mi incapacidad para terminar conversaciones abruptamente me acercaba cada segundo a ser un periodista en potencia.

–¿Y qué hacen cuando encuentran a uno? – pregunté con cautela intentando sonar completamente ingenuo y, de ser posible, pendejo.

Alzó la cabeza lentamente, me miró por unos instantes, guiñó el ojo con una sonrisa incompleta, respondió. Finalmente, por un instante, entendí algo de aquel diálogo de miradas.

–Pues le contestan a todas sus preguntas dentro de una sala de interrogación – .

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