jueves, 29 de abril de 2010

Hace un año ...

Eso de viajar si vuelve loco. Lo hace por las buenas y por las malas. Es un estímulo vital tan necesario y sabrosón como el orgasmo. Puede ser un estilo de vida. Pero el rollo de estar en un permanente proceso de adaptación puede ser a veces agotador. Porque finalmente, es un círculo vicioso: mientras mejor te adaptas, más te desadaptas.

Hoy hace un año comencé a viajar. Entiendo por viaje una búsqueda que nos enfrenta a cuestiones fundamentales, y al desprendimiento material por completo. Es de alguna manera un budismo a lo fresa, aunque eso no le quita los huevos. Porque el viaje no comienza en el aeropuerto, comienza desde mucho antes.

El camino esta lleno de caras y lugares que dejan una huella de dinosaurio en nuestra vida. En casa de Ayami, Chut, Carlos y Martha Aurora recordé qué era una vida de familia. Con Fabián sellé una de las amistades más importantes y entrañables que tengo. Viajé por un sureste que no conocía al lado de Isabel, mi capricho José José. Luego me volví aldeano en Alemania en un episodio con claros tintes a la Nabokov. En Sao Paulo viví con Alberto, Lucio, Ben y Jason en un hostel, lo más parecido a una comuna hippie ... o al Señor de las Moscas. Y hasta el día de hoy, alguien quien era prácticamente un desconocido que me acogió como un hermano, Jorge.

Dejé de trabajar para el Padre Maciel y compañía, donde ya veía mi fosilización muy de cerca. Encarnicé el más puro trabajo enajenado marxista como oficinista por unos meses; y descubrí que es prácticamente como tener a su espíritu dando vueltas como pollo rostizado. Viví una especie de periodo de semi-esclavitud trabajando para un hostel en el epicentro de la fiesta paulistana. Al final la necesidad apremió y hubo que retomar las clases, lo que me permitió por lo menos lograr lo que -jodidamente- todo inmigrante aspira en el extranjero: el clasemedierismo.

Un viajero es un comprador compulsivo de momentos Kodak. Tuve la más grande fiesta de despedida con los mejores amigos que alguien se haya imaginado. En Bavaria, me trataron como príncipe; conocí Praga y Austria y aprendí que de frío no quiero saber. También que hay que tener un mejor juicio para escogerse novias europeas, y en muchas de mis decisiones amorosas. Bebí como cosaco en el Oktoberfest. Me enrollé en una aventura de amor con una brasileña de catálogo, y -parte de le experiencia, supongo- salí con los cuernos bien puestotes. Consumé mi meta de debutar como DJ, en el Teatro Odeón de Rio de Janeiro, y a los pocos días viví el mejor año nuevo de mi vida en Copacabana con dos millones de personas. Logré aprender un tercer idioma en un tiempo muy corto. Conseguí hacer verdaderos nuevos amigos en nuevos países. También conocí mi límite, y como perderlos, porque tristemente, no tengo madera para el Big Brother. Descubrí la loquera más destartalante en el Carnaval. Vi, viví y comprendí una nueva cultura y mentalidad. Dicen que todas estas cosas son las que te vuelven sabio.

Pero de alguna manera el viajar tiene mucho de Sísifo, pues el viaje siempre implica el desajuste constante, donde la zona de confort no existe, porque es precisamente lo que buscamos desaparecer. Como decía, el budismo fresa también requiere de muchos huevos. Por más que me choque como suene, definitivamente perderse ayuda mucho a encontrarse consigo mismo. Creo que yo necesitaba una experiencia fuerte. Sabía que me iba a llevar a algo, mas sin saber a qué. Me da gusto que me haya llevado a esto.

La llamada de vuelta siempre llega en algún momento. Es preciso saber escucharla y no quedar en la inercia de la búsqueda. Quedará siempre ahí lo aprendido, negar este aprendizaje es querer hacer de él tiempo perdido. Ahora lo que me queda es la vuelta, que es toda una parte del viaje mismo.

¿Que cómo me fue?
Muy bien!

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